Varios países recurren a la desalinización para hacer frente a la carencia de agua potable

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La escasez de agua en África, agravada por el aumento de las temperaturas y las sequías vinculadas al cambio climático, además de la explosión demográfica que triplicará su población a finales de siglo, han llevado a varios estados africanos a ver la desalinización de agua de mar como una posible solución a un problema inminente: según la ONU, en el año 2030 entre 75 y 250 millones de africanos vivirán en zonas de estrés hídrico, es decir, sin tener asegurado el acceso a agua potable. Países como Marruecos, Namibia, Sudáfrica, Egipto o Cabo Verde apuestan cada vez con más fuerza por un sistema que en los últimos años ha reducido sus costes gracias a mejoras tecnológicas que reducen el alto coste energético del proceso y a su alianza con las energías renovables. Algunos proyectos ya son de envergadura: el mes pasado, Egipto anunció la construcción en la península del Sinaí de la mayor planta desalinizadora de África.

Para el ingeniero catalán Damià Pujol, especialista en procesos hidráulicos de la empresa caboverdiana Aguas de Ponta Preta la disminución del consumo energético para extraer la sal ha convertido el desalinización en una alternativa apetecible. “En el siglo pasado se usaban sistemas de compresión de vapor, pero con la aparición de la tecnología de ósmosis inversa a finales de siglo XX y los recuperadores de energía, el consumo energético es hasta cinco veces inferior que con el anterior sistema y permite que esta tecnología sea muy competitiva económicamente”. Casi todas las plantas nuevas de desalinización —actualmente hay más de 20.000 instalaciones en el mundo, según la Asociación Internacional de Desalinización— utilizan la ósmosis inversa, una tecnología que utiliza un sistema de membranas con poros microscópicos que dejan pasar las moléculas de agua pero no la sal ni las impurezas.

Hay otro factor que invita a la comunión entre África y la desalinización. En la isla caboverdiana de Sal, Ailton Tabares, técnico del Centro de Energías Renovables (Cermi), pasea su figura veinteañera por un descampado del tamaño de varios campos de fútbol lleno de paneles solares y estira las cejas hacia el cielo para apuntar la razón. “En Cabo Verde, como en muchos puntos de continente, apenas llueve ni tenemos fuentes de agua potable, nuestros únicos recursos energéticos son el sol y el viento. No tenemos otra opción que aprovecharlos”. La integración de las energías renovables en las plantas desalinizadoras, especialmente la eólica y la fotovoltaica, han reducido el coste de inversión y han situado al continente en una posición privilegiada para abrazar el sistema. Con razón: en 39 países africanos las radiaciones solares anuales duplican las de países como Alemania que apuestan de forma decidida por las energías verdes.

Aunque en el continente africano históricamente la desalinización se había usado para producir agua para consumo humano —en Namibia hay proyectos para surtir de agua en épocas de sequía prolongada a poblaciones himbas del norte—, en los últimos años se han multiplicado los proyectos para uso industrial de fábricas y minas o para uso agrícola. En Agadir (Marruecos), está actualmente en construcción una planta que en parte alimentará los sistemas de irrigación de la región del centro-oeste del país y en Sudáfrica la empresa Lucky Star, fabricante de conservas de pescado, adquirió recientemente dos plantas de desalinización privadas para hacer frente a la escasez de agua en el sur del país. Namibia, uno de los países más áridos del continente, ha alcanzado un acuerdo con su vecina Bostwana para desalinizar agua y compartirla a través de cañerías que unirán ambos países.

Los informes también apuntaban buenas nuevas. Un estudio de la consultora Frost & Sullivan’s previo a la pandemia del coronavirus, y que por tanto ahora obliga a la cautela, ofrecía un escenario ideal para el idilio entre el continente y la desalinización: auguraba un crecimiento del sector de casi el 11% anual hasta el 2022.

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