Hacienda congela las cuentas de la organización británica.

Crédito: ahoraroma.com

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Amnistía Internacional (AI) anunció ayer que suspendía sus actividades en India, después de que sus cuentas bancarias hayan sido congeladas “por orden gubernamental”. De este modo, varios programas humanitarios quedan suspendidos y ciento cincuenta empleados, en la calle.

El director de la filial, Avinash Kumar, considera que son víctimas de “una caza de brujas”, que atribuye a la denuncia de “graves violaciones de derechos humanos”. Durante los últimos doce meses, AI ha elaborado sendos informes críticos sobre el estado de excepción en Cachemira y el pogromo antimusulmán de febrero pasado en zonas de Delhi.

La organización de defensa de los derechos humanos con sede en Londres ha sido vetada en otras ocasiones, desde que puso el pie en India, en 1966. Esta vez, sus problemas se han agravado tras prestar declaración el otoño pasado en el Congreso de EE.UU. sobre la represión en Cachemira.

Poco después de la declaración, la sede central de AI en India fue registrada durante diez horas para intentar probar que violaba los controles a la recepción de fondos extranjeros. Aunque la organización dice depender ahora de sus donantes indios, treinta de ellos fueron sujetos a inspecciones de hacienda disuasorias.

“Recibimos un trato propio de organizaciones delictivas”, ha denunciado Kumar, “por parte de quien quiere suprimir todas las voces críticas”.

Pero la suspicacia de Nueva Delhi acerca de la actividad de las organizaciones extranjeras no es nueva. Aunque India es una gran exportadora en el mercado espiritual, prohíbe desde hace setenta años la actividad misionera en su territorio.

Posteriormente, en 1976, Indira Gandhi extendió las limitaciones a las oenegés extranjeras. En el 2010, cuando la prensa internacional dio por acabada la luna de miel con el ejecutivo de Manmohan Singh, este aprobó enmiendas que endurecían los controles.

La presidencia del nacionalista Narendra Modi les ha reportado aún más restricciones financieras. De hecho, su campo ideológico suele presentar las oenegés como parte de una conspiración extranjera a favor de la minoría musulmana, cuando no empeñada en una cruzada para convertir aborígenes y parias al cristianismo.

Sin embargo, la legislación india tiene sobre el papel una dimensión innegable de lucha contra la corrupción. Así, prohíbe la financiación extranjera de partidos políticos, de parlamentarios, de jueces o de medios de comunicación. Aunque también es cierto que Modi abrió una rendija legal favorable a su partido, que permite recibir fondos cuando la entidad en cuestión es filial de una empresa india en más del 50%.

En cualquier caso, los cooperantes extranjeros se arriesgan a ser acusados de “promover la discordia social” si subrayan la injusticia del sistema de castas y no digamos si se ponen del lado de los que luchan para superarlo.

También se enfrentan a vetos o grandes dificultades si pretenden trabajar en Cachemira, en el Nordeste tribal o en las áreas aborígenes, donde chocan con la industria extractiva minera o forestal y con el propio proselitismo hindú.

El boletín del movimiento supremacista hindú RSS, al que pertenece Modi, publica este año un artículo de un antiguo director del CBI (el FBI indio), M.N. Rao, que resume su visión del asunto: “La caridad extranjera tiene siempre intenciones ocultas”.

El caso de AI no es excepcional. En una década, veinte mil de las cincuenta mil oenegés indias han perdido la licencia. Y a entidades como Open Society o National Endowment for Democracy también se las mira con lupa.

En caso de confirmarse, la salida de la oenegé británica despeja aún más el acercamiento a India de Narendra Modi deseado por el premier Boris Johnson.

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