Un tercio de las mujeres que se suicidan en El Salvador son niñas, adolescentes menores de 19 años.
Más de la mitad tiene entre 10 y 24 años. Estos son los datos oficiales disponibles, pero se sabe que el subregistro es alto: hay municipios que ni siquiera contabilizan los feminicidios y mucho menos los suicidios.
Las niñas se matan porque la violencia las lleva al límite de lo tolerable: se envenenan y se cortan los brazos para evadir el dolor de tanta impunidad y silencio cotidiano. Sin embargo, estas muertes son invisibles en el país centroamericano, uno de los que registra más homicidios del mundo.
El desgaste emocional más obvio para las niñas salvadoreñas es el que les causan los pandilleros, que las violan, las golpean y amenazan con matar a toda su familia si no se someten. Pero además, viven la violencia en casa, de parte de familiares o amigos que las abusan mientras sus padres callan por el chantaje del dinero o por temor a represalias. Y luego está la violencia del Estado, que ha condenado a décadas de prisión a decenas de jóvenes violadas, con embarazos producto de esa brutalidad. Las acusan de abortar.
En 2012 El Salvador aprobó la Ley especial integral para una vida libre de violencia para las mujeres e incorporó la figura del suicidio feminicida por inducción o ayuda. Es decir, desde ese año, forzar a una mujer al suicidio mediante la violencia es un delito.
Ana Graciela Sagastume, fiscal a cargo de la dirección nacional de la mujer, niñez y adolescencia, dice que muchas víctimas no logran salir de esos ciclos de violencia y es posible que algunas prefieran morir antes que denunciar. “Si nosotros logramos determinar que una niña recibía abuso sexual y que ese es el nexo por el cual decidió quitarse la vida, podemos hacer una imputación”, explica.
En El Salvador, son pocas las mujeres que denuncian las agresiones que reciben. Primero, porque muchas asumen la violencia como algo cotidiano. Segundo, porque tienen miedo a que su victimario se entere, porque la policía filtra la información a las pandillas; abrir la boca puede llevar al asesinato de su familia más cercana y al de ella misma. Tercero, porque puede ocurrir que la mujer dependa económicamente del agresor.
En 2016, el Consejo Nacional de la Niñez realizó un estudio en 5% de las escuelas de El Salvador y encontró que más de la mitad de los estudiantes había sido agredido sexualmente por un miembro de su familia; y el consejo admite que aún tras esta cifra alarmante hay un subregistro mucho mayor.
Esa violencia tan extendida y la impotencia que genera en los jóvenes también los lleva a quitarse la vida.
El Salvador es un país donde la violencia está tan naturalizada, que ni los niños se sorprenden al ver un tiroteado desangrarse sobre la acera. Es una consecuencia de años de guerra civil, que hizo que los salvadoreños contaran más de 75,000 muertos y una cifra incierta de desaparecidos. Es también una consecuencia de la llegada al país de las pandillas desde finales de los 90, cuando comenzaron a ser deportados por Estados Unidos, donde se constituyeron inicialmente. Y con su arribo al país centroamericano solo trajeron más sangre e instauraron el miedo.
La tercera violencia que conduce a las niñas salvadoreñas al suicidio es la del propio Estado que, por un lado, redacta informes reconociendo el grave problema de violencia y abusos contra las mujeres y niñas, y por otro, las acusa de homicidio agravado cuando se embarazan en esas condiciones y abortan, incluso espontáneamente. Esto deja a las mujeres con una sensación de desesperanza y desconsuelo.
El Salvador, como otros seis países de la región, tiene leyes que prohíben el aborto sin excepciones. En los últimos 20 años, decenas de jóvenes han sido condenadas a prisión por abortos espontáneos y emergencias obstétricas. Son acusadas de asesinar a sus hijos, sin importar lo que ellas puedan explicar o que sus vidas estuvieran en riesgo. En muchos casos, los embarazos son producto de violaciones cometidas por padres, padrastros, tíos o vecinos, hombres del entorno.
Una veintena de salvadoreñas consiguió un espacio secreto donde se reúnen para desahogar lo que viven en sus colonias y buscar soluciones. Es una dirección que solo ellas conocen, que visitan con frecuencia. En sus comunidades no pueden agruparse en asambleas, por ejemplo, porque hablar, ayudar a otras, enseñar a las mujeres a protegerse usando la ley, tiene consecuencias.
Es poco lo que El Salvador hace para frenar la violencia sin límites que viven las niñas y mujeres en las colonias más pobres. En el país ni siquiera hay una línea de prevención del suicidio, que les permita al menos llamar y hablar sin dar su nombre.