Como alternativas sostenibles, la bicicleta es el único medio de transporte en este lugar, con el plástico que recogen elaboran esculturas para decorar los hostales y le están apostando a los paneles solares. Sin embargo, el turismo devorador de Cartagena, como ellos lo llaman, está poniendo en jaque esas reservas.

Crédito: Óscar Güesguán - El Espectador

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Entre las actividades diarias que hace Lavinia Fiori está sumergirse en las aguas del mar Caribe para controlar que los arrecifes de corales que adornan las profundidades de su hostal estén en excelente estado. Cuenta que debe protegerlos porque es la plataforma de arrecifes continental más importante que tiene el país. Se conoce uno a uno los peces que habitan allí y vigila que los que están en proceso de restauración crezcan de manera adecuada. Su prioridad, desde que se radicó en Isla Grande, a una hora en lancha de Cartagena, es potenciar el turismo sostenible. Una lucha que no ha sido fácil.

Lavinia conoció este archipiélago desde que era muy pequeña, porque sus padres eran navegantes. Recuerda que nadar entre los corales de esta zona era lo que más disfrutaba de niña, por eso no dudó hace 20 años en trasladarse a la isla. “Cuando trabajaba en Parques Nacionales Naturales me ofrecieron apoyar el proceso de programas de educación ambiental y en la participación social de la conservación. Apenas me dijeron para dónde iba me zambullí, saqué a mis hijos de los colegios de Bogotá y con mi familia y un grupo de artistas plásticos empezamos a generar una movilización en el interior de una comunidad que veía a la entidad como una amenaza”, cuenta la antropóloga.

Durante los primeros años de trabajo, Lavinia y la comunidad comenzaron a notar que la legislación de conservación que aplica Parques Naturales estaba muy alejada de la realidad. “En Colombia, todos los parques están habitados por personas y la legislación está pensada para que esos habitantes no estén. Es una legislación traída de Estados Unidos”, asegura. Uno de esos conflictos fue con los pescadores, porque no podían ejercer su labor en estas zonas. Por esta situación, dice, se condenó a la comunidad a vivir en la ilegalidad.

Con el propósito de generar alianzas entre la comunidad ambiental y la nativa en la isla, comenzaron algunas actividades en las que participaron los habitantes. “Entendimos que la conservación se logra cuando la misma población siente ese recurso como propio, reconoce su importancia y comprende por qué hay que conservarlo. Ahí es cuando se asume la intención de cambiar esas prácticas tradicionales para reducir el impacto”, relata.

Durante cuatro o cinco años, los habitantes, junto con expertos, conformaron grupos de investigación, realizaron pruebas para implementar una pesca responsable y construyeron las bases para ejercer turismo de naturaleza. Para 2006 construyeron su plan de vida, acordaron que el turismo comunitario iba a ser el eje para el desarrollo y comenzaron talleres para certificarse como ecoguías. Ana Rosa, de más de 70 años, fue la primera en instalar su ecohotel. Sin embargo, todos los avances se derrumbaron. Lo provocó un cambio en la política del manejo de las islas.

“En el primer período presidencial de Álvaro Uribe cambian la política ambiental y la de participación. Lo que habíamos avanzado en los parques naturales se detuvo. A partir de ese momento empieza un proceso de restitución de tierras por parte del Estado, porque, al parecer, estas islas, las 27 que conforman el Parque Nacional Natural Corales del Rosario y San Bernardo, son propiedad de la Dirección General Marítima (Dimar)”, señala Ever de la Rosa, presidente del Consejo Comunitario de Isla Grande.

Con la noticia llegó un proceso muy fuerte para desplazar a la población hacia Barú, que está a 15 minutos en lancha del archipiélago. El argumento con el que los sacaron se basó en que no eran nativos de la región. Ante la injusticia, Lavinia renunció a Parques Nacionales Naturales y apoyó a la comunidad en su proceso de defensa. “Se creó el consejo comunitario de las islas. En ese momento, en el Caribe comenzaron a prestarle atención a la Ley 70 de 1993, que es la norma en la que se establecen unos derechos preferenciales para las comunidades negras en tanto son reconocidas como minoría étnica”, asegura Lavinia.

La comunidad, en cabeza de Ever, inició un proceso de defensa del territorio y, con ayuda de Dejusticia, lograron demostrar que la población tenía mucho más de 150 años de habitar las islas y aprovechar los recursos naturales. Además comprobaron que estaban en buen estado. En 2014, el Instituto Colombiano de Desarrollo Rural (Incoder) anunció que, de las más de 300 hectáreas que tiene Isla Grande, 105 fueron adjudicadas a los habitantes. Los 1.095 pobladores se quedaron con la titulación colectiva de sus predios.

Desde hace seis años, cuando les fue entregada la titulación colectiva, los habitantes decidieron apostarle al ecoturismo. Incluso, algunos de ellos regresaron del exterior para radicarse de nuevo en la isla. Ramiro Otarula fue uno de ellos. Vivió mucho tiempo en España, incluso estuvo varios años en Ibiza como bartender y chef, una profesión que le permitió conocer a grandes celebridades como Lionel Messi, Shakira o Guti. Pero prefirió regresar a la tierra de su familia y montar su propio emprendimiento: el ecohotel Casa Lola, un hostal ubicado en el centro. En la actualidad, hay 11 en la isla. (Puede leer: Los hijos de Isla Grande)

A pesar de que en este lugar no cuentan con los servicios básicos (agua, luz o gas) sus habitantes se las han ingeniado para abastecerse de ellos y ofrecer una buena experiencia en sus hostales. Plantas de energía, paneles solares y traer agua desde Cartagena son algunas de las soluciones. “Al mes se puede llegar a pagar entre $200.000 y $300.000 por tener luz desde 6:00 de la mañana hasta 6:00 de la tarde. Aunque no nos quejamos, esperamos que el Gobierno, con los impuestos que le pagamos, nos pueda ayudar con una red de alumbrado”, dice Ramiro. En efecto, en Isla Grande ni siquiera existen los postes de luz. Para atravesar la isla de extremo a extremo, las personas se pueden tardar hasta media hora. Deben pasar por un camino estrecho, rodeado de maleza y completamente a oscuras. Tampoco cuentan con un puesto de Policía y mucho menos con un centro de salud o un hospital. Es más, en el territorio ni siquiera hay un médico.

Pese a estos baches, los habitantes se esfuerzan para hacer de su isla un espacio sostenible, un lugar en el que se conserva el medio ambiente. De hecho, desde hace algunos años el único medio de transporte es la bicicleta, para cuidar la calidad del aire. Además, con el plástico que recogen elaboran esculturas, artesanías que sirven como decoración de los hostales. “Tratamos de dar alta calidad en nuestra gastronomía. Ofrecemos una experiencia de turismo de naturaleza, al hacer snorkel por los senderos de coral; no nos gusta que la gente entre al mar con salvavidas, sino que se familiarice con su flotabilidad. También pueden recorrer las lagunas interiores con los bosques de mangle, y en las noches, reconocer el fenómeno de la bioluminiscencia del plancton”, cuenta Lavinia.

Un paraíso exótico que se esconde en el Caribe y que recientemente se ha visto amenazado por el turismo depredador, como ellos lo llaman, que viene de Cartagena. Una isla que, con esfuerzo y paciencia, se ha convertido en un ejemplo de sostenibilidad, conservación y protección del medio ambiente. Sus habitantes esperan que el modelo implementado se replique en otras zonas.

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